Todo comenzó en Valencia

De nada sirvieron mis experiencias en el campo docente, ni las sugerencias paternas de seguir la andadura universitaria para labrarme un porvenir decente y aceptable.

En el año 88 los dioses del Olimpo decidieron que se alumbrara, en las caballerizas de mi casa, un espacio de arte contemporáneo. Todo comenzó en Valencia, ciudad a la que anteriormente, me había dirigido Cupido, con 23 años, en un acto de amor ciego y consciente.

Para un cartagenero de secano con un historial genético destrozado entre guerras cantonales, rosarios diarios y uniformes recién planchados, la ciudad de Valencia me acogió con su urbanismo renacentista, sus arcos carpaneles y la cabalgata del Reino. Eran los últimos coletazos de los 80 y la diosa Buades hizo que el primer brindis de inauguración fuera junto a un dueto: el colectivo Estrujenbank con Juan Ugalde, la cabeza visible, y César Fernández Arias.

Sin apenas terminar el último sorbo, aparecieron dos áureas, dos vestales recién fermentadas bajo algún brebaje egipcio: Carmen Berenguer y Mavi Escamilla.  Y entre pócimas y aromas dionisiacos emergió el nombre de My Name´s Lolita, al que Leopoldo Blanco pronto le dio el toque de “Art” para evitar maliciosas confusiones, diseñando el logotipo que, en su memoria, sigue vigente en nuestras vidas.

Las “moiras” siempre guiaron el camino. Primero me transfirieron a la cuarta planta de El Corte Inglés mostrándome la peor abstracción decorativa inimaginable y después, a la ciudad de Siracusa en la que un “inteligente”, Juan Manuel Bonet, me consoló ante aquella pesadilla, hablándome de Dis Berlin (Caballo de Troya) y de sus colegas figurativos.

Todo pasó muy rápido, cronología superpuesta, fue como una explosión volcánica en la que los jóvenes creadores iban configurando una programación de efecto llamada. Los metafísicos, Damián Flores, Paco de la Torre… los totum revolutum Ángel Mateo Charris, Joël Mestre; las reinas del pop más feminista, El Equipo Límite, también conocidas como Cari y Cuqui… o el toque internacional de un lozano Jirí G. Dokoupil.

Los 90 de Lolita fueron frenéticos, excesivos, pero, a su vez, contaron con el punto necesario de lucidez para mantener el timón de una buena navegación. Solo había una ciudad en toda Europa, con una sociedad en su conjunto, capaz de absorber tal cúmulo de sensaciones artísticas en aquellos años. Y esa ciudad fue Valencia.

Esta vitalidad se podrá apreciar en el conjunto de obras que presentamos (fechadas en los noventa), a modo de terapia grupal, que vendría bien analizar tras el paso del tiempo. Y, efectivamente, no estuvimos solos, nunca se está solo en los grandes acontecimientos. Nombres como los hermanos Federico y Francisco José Martinez i de Castellvi, Juan Lagardera, Eugenia Niño (Galería Sen), Gail Levin, Consuelo Císcar, María Consuelo Reyna, Marcos Ricardo Barnatán, Fernando Huici, coleccionistas y mecenas como Pedro Soto, Álvaro Villacieros y tantos otros que durante esta década pusieron un punto de sensatez ante tan magna inflamación creativa.

El nuevo siglo sumó otros grandes nombres a la nómina de Lolita y se incorporaron nuevos “inteligentes”. También saboreamos las amargas consecuencias del éxito, como marcan las reglas no escritas en la fragua de Vulcano. Todo tiene sus luces y sus sombras, pero siempre quedará en nuestra memoria el resplandor irrepetible de los 90, atemporal y radiante. Un regreso al futuro que sigue manteniendo un pulso figurativo de rabiosa actualidad.

 

In memoriam Leopoldo Blanco, Carmen Berenguer, Federico Martínez i de Castellvi, Pedro Soto López – Dóriga y César Fernández Arias.